27 de septiembre de 2007

RIEN NE VA PLUS



Rien ne va plus es la frase que pronuncia el croupier, después del “Hagan juego, señores” anunciando que la bolita de marfil inicia su camino hacia el azar y que, a partir de esa momento, ya no se pueden hacer más apuestas. También creo, es el título de una película de Claude Chabrol que reconozco no haber visto porque últimamente, por razones digamos logísticas, ando más pendiente de otro tipo de cine y así el pasado domingo nos fuimos la familia a los Van Gogh disfrutar de Ratatoulle, la última, inteligente y deliciosa fábula producida por la Factoría Pixar.

Y cuál es la razón de este título, se preguntarán, acaso, mis asombrados lectores. Pues me gustaría hablar de esas medidas o anuncios-estrella, al parecer de gran calado político que, sospechosamente, siempre aparecen cuando los gobernantes sienten que se acerca el momento electoral y recuerdan que hay que someterse a eso tan bonito llamado el “veredicto de las urnas”. Entonces sienten la imperiosa necesidad de convencer a los posibles votantes de que ellos son los mejores. Lo que Sosa Wagner en su tribuna de ayer titulaba en acertada metáfora “la berrea del político”. Porque de la misma manera que, después del rien ne van plus, no se pueden hacer apuestas en la ruleta, el Gobierno (cualquier Gobierno) no debería, con las elecciones a la vista, tomar decisiones con el dinero de todos que parecen diseñadas para atrapar y engatusar al crédulo votante.

Se ha hablado mucho de ese gran Plan Zapatero-Chacón que pretende resolver el problema de la vivienda. Realmente la vivienda no tiene problemas, quien los tiene es el que no pueden acceder a ella o tiene serios quebraderos para convivir con la hipoteca. No quiero centrarme en las bondades o maldades de las medidas anunciadas (los famosos 210 euros al mes) ya que se han pronunciado sesudos análisis sobre la materia. Quizás, aventuro, sería más inteligente (pero menos llamativo) actuar sobre la oferta de potenciales viviendas en alquiler, teniendo presente que en España existen 3 millones de viviendas desocupadas sobre un parque total de unos 24 millones. Es decir, “convencer” al propietario de que ponga en el mercado los inmuebles, incluso aplicando la clásica política del palo y la zanahoria, es decir, seguridad jurídica para los alquilan y un cierto gravamen fiscal para los que no lo hacen. Porque subvencionando alquileres lo único que se hace es elevar la renta media, y para llegar a esa conclusión no hacer falta ser Paul Samuelson.

Porque la brillante idea de subvencionar alquileres a los jóvenes no requiere especiales conocimientos cabalísticos para que nuestros gobernantes hayan tardado tres años en llegar a ella. Quizás los mandatos electorales deberían extenderse más allá de los cuatro años porque entre que llegan, se enteran y tienen que irse se pasa la mitad de la legislatura. O quizás, de la misma forma que no se puede hacer propaganda en la jornada de reflexión, o se prohíben determinados “mensajes institucionales” en la campaña electoral, deberían limitarse esas “medidas mágicas e imaginativas” cuando el mandato agoniza. No me parece ético prometer y pagar unas cantidades con cargo a un Presupuesto que probablemente tengan que ejecutar otro Gobierno si así lo deciden los electores. Es como si yo fuera Presidente del Barça (cosa difícil pero no imposible) y me diera por fichar, en el último año de mandato, a José Mourinho (esto ya me parece no difícil sino imposible) y luego resulta que no gano las elecciones.

Es decir, el último presupuesto debería ser moderadamente restrictivo, aceptablemente austero y a ser posible consensuado entre los partidos políticos. En el fondo lo que propugno no es una idea descabellada, ya que, por ejemplo, es lo que se logró con el Pacto de Toledo respecto a las pensiones, que antes sólo se incrementaban de forma sensible cuando se acercaban esos idus de marzo que son las elecciones.

Otra cosa que me tiene perplejo es que existe un determinado grupo social, entre los que me incluyo, que parece que esquivamos subvenciones, y no por voluntad propia. Si tienes entre 40 y 65 años, ingresos digamos medios y eres español, no existes para la política social del gobierno. Y, como dijo el gran Shakespeare y rescató otro grande –Lubitsch- en To be or not to be: “Acaso no tenemos ojos, manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones, ¿no nos nutren los mismos alimentos? ¿no nos hieren las mismas armas? Si nos pincháis ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis ¿no reímos? Si nos envenenáis ¿acaso no morimos? Y si nos ofendéis, ¿no nos vengaremos?” En definitiva que el Gobierno, cualquier Gobierno, gobierne para todos, y no se dedique a buscar yacimientos de voto.

14 de septiembre de 2007

Sin noticias de Madeleine

Probablemente este es uno de los artículos que me resulta más difícil y duro de escribir porque no es fácil saber a qué atenerse, ni siquiera es sencillo conocer, o por lo menos vislumbrar, donde está la verdad. La desaparición de la pequeña Madeleine McCann el pasado 3 de mayo, durante unas vacaciones con sus padres en el Algarve, ha llenado miles de páginas durante este verano, ha sacudido nuestra conciencias y nos ha llegado hasta lo más profundo del alma. Todos nos hemos puesto en el lugar de Gerry y Kate, todos hemos podido imaginar la zozobra, la angustia, la tristeza sin nombre (incluso el sentimiento de culpa) de esos padres y todos hemos rezado para que la niña se encontrara a salvo, fuera recuperada con vida y volviera al lado de su familia,

Pero el último giro del caso, que convierte a los padres de víctimas en supuestos responsables, abre otras muchas preguntas. ¿Qué sucede si realmente los padres dicen la verdad, y cómo serán “compensados” del agravio que supone haber sido declarados sospechosos de la muerte accidental de su hija?. Y en el caso contrario, si las hipótesis que maneja al parecer la policía portuguesa se confirmaran ¿cómo pueden unos padres fingir que su hija ha sido secuestrada, organizar una campaña, recaudar fondos, etc, sabiendo que nada de todo eso es verdad? Personalmente me parece impensable que unos padres puedan fingir tanto sufrimiento, pero las dudas sobre este asunto están ahí y sólo deseamos que el tiempo y la labor policial arrojen alguna certeza. Todos los que somos padres creemos que el mayor dolor imaginable es la pérdida de un hijo, y yo que tengo una hija de siete años que con dos meses fue operada del corazón he vivido ese abismo de angustia y desesperación. Pero, en realidad y estos días me he dado cuenta, es mayor el dolor cuando ni siquiera sabes si tu hijo está vivo.

Ciertamente hay tantos interrogantes que es difícil moverse en este desgraciado asunto. Muchos se preguntan cómo pueden unos padres irse a cenar y dejar a sus hijos de tres y dos años durmiendo en la habitación del hotel, aunque el restaurante esté a escasos metros. Todos los que somos padres nos convertimos en centinelas implacables, porque vemos peligros por todas partes y porque sólo nos sentimos seguros cuando contemplamos a nuestros hijos y cuando una sonrisa ilumina sus sueños. No lo sé. Probablemente se producen miles de situaciones semejantes y nunca pasa nada. Hasta que algo terrible sucede, y entonces es ya imposible volver atrás.

Otra reflexión que suscita este asunto es el papel de los medios y su responsabilidad social. La desaparición de Madeleine ha permitido comprobar que algunos casos tienen mucho más eco que otros. Pocos se acuerdan ya de Jeremi Vargas Suárez, que el 10 de marzo de 2.007 desapareció en Las Palmas, o de Josué Monge García, del que nada se sabe desde el 10 de abril de 2.006, o de Rosana Maroto, que fue vista por última vez en Valdepeñas en junio de 1.998, o de David Guerrero Guevara, más conocido como “el niño pintor”, que tenía 13 años cuando una tarde de abril del año 1.987 su familia perdió su pista cuando salió de su casa camino de una galería donde exponía un cuadro. Y de tantos otros que ya sólo existen para sus familiares, que se resisten – a pesar del tiempo y del silencio- a abandonar toda esperanza.

Las estadísticas son brutales: el 10% de las denuncias por desapariciones que se realizan cada año siguen vigentes 12 meses después. Nadie sabe si estas personas volverán algún día y sus familias tienen que convivir cada día con la angustia y la desesperación. Parece increíble, pero hay más de 2.000 españoles que un día abandonaron sus casas para no regresar jamás. Y cuando se trata de niños y jóvenes a los que parece que se ha tragado la tierra a todos se nos hiela el corazón. Cuando somos niños todos creemos que somos indestructibles y que nada nos hará daño. Según avanza el tiempo, y sobre todo cuando nos convertimos en padres, nuestra perspectiva cambia de forma radical. Entonces pensamos que los niños son de cristal, que son vulnerables, que están expuestos a miles de peligros y amenazas y que todo el cuidado, toda nuestra atención, todos los desvelos, pueden ser insuficientes. Que algún desalmado puede arrebatarnos lo que más queremos sin que siquiera tengamos el consuelo de llorar sobre la tumba de nuestro hijo.

No cabe duda que la desaparición de Madeleine ha permitido que esta tremenda realidad ocupe las primeras páginas de los medios y que todos seamos conscientes que algo tendremos que hacer. Por lo menos, y aquí vuelvo al papel de los medios, que nuestro olvido no haga desaparecer a todos esos niños en la nada más absoluta.