19 de agosto de 2011

Kafka en León

La última noticia procedente del Ayuntamiento de la City me deja estupefacto. Esta ciudad, qué duda cabe, es una mina, y ni siquiera es necesario inventarse una serpiente de verano en el mes de agosto para rellenar columnas, como hacían los gacetilleros de otros tiempos. La información es delirante: se desconoce el número exacto de trabajadores municipales, enigma similar a si Oswald fue el único que disparó a JFK. Mientras que la Corporación habla de 1.970, la oposición los cuantifica en 1.640 y para los sindicatos, flexibles ellos, el número oscila entre los 1.700 y los 1.730.
El asunto puede ser grave para los contribuyentes, pero es terrible y siniestro para los afectados. Habrá gente que piensa que trabaja en el Ayuntamiento, que se levanta cada mañana para acudir a su puesto, que incluso cobra una nómina y le cuenta a su mujer cómo le ha ido en el curro mientras se lobotomizan viendo ‘Sálvame’. Pero nada de todo eso es real y su vida es un engaño, porque él –aunque piense lo contrario- no trabaja en el Ayuntamiento. Es todo un sueño, una visión, y su existencia discurre en una universo paralelo que sólo se conecta en ocasiones con la realidad. Kafka ha abandonado la vieja Praga y se apalanca a orillas del Bernesga.
No creo que este Ayuntamiento sea una excepción, y lo que aquí sucede acontece a todos los niveles y en todas partes. La reflexión que uno se hace puede llevar al desconsuelo. No es que las Administraciones no tengan ni la más remota idea de qué camino tomar para salir de la crisis o de cómo solucionar el problema del paro. Es que desconocen cosas tan esenciales como cuántos trabajadores tienen a su servicio o cuánto dinero deben. No dominan la situación, y ni siquiera la intuyen.
Hace unos siglos Thomas Hobbes publicaba su famoso ensayo sobre la formación y los orígenes del Estado. La obra llevaba por título ‘Leviatán’, referencia al monstruo de fuerza descomunal que aparece en la Biblia. Ésto hemos creado, un monstruo con vida propia que se independiza de gobernantes y burócratas y contrata o se endeuda a su libre albedrío. Los políticos creen que mandan y deciden, pero se engañan. Como el trabajador fantasma del Ayuntamiento, sólo son un pálido sueño, una absurda quimera, en el pensamiento del Leviatán.



El chocolate del loro

La frase el chocolate del loro no era de uso común hace unos años y ni siquiera en el imprescindible ‘Cuento de Cuentos’ del maestro Néstor Luján –gran estudioso del chocolate, por cierto- se recogía el origen de la expresión. Pero la alusión al chocolate del loro se ha puesto de moda últimamente y la escuchamos casi tanto como esas invocaciones enigmáticas e inquietantes a la prima de riesgo o a la presión de los mercados.
El dicho popular que se refiere al chocolate del loro para hablar de un ahorro insignificante procede de un viejo chascarrillo sobre una mujer de clase alta que se encontraba al borde de la ruina a causa de sus enormes gastos. Cuando la señora tuvo que pasar la tijera a su presupuesto no se le ocurrió otra cosa que privar al loro de su ración diaria de chocolate, gesto que, por muy simbólico del fin de la opulencia que fuera, resultaba nimio y, desde luego, no le iba a librar de la bancarrota. Debe anotarse que en los años en los que se acuña esta leyenda urbana el chocolate era un producto caro, signo de poderío y reservado a las clases más pudientes.
La historia enlaza con la decisión del Alcalde de León, Emilio Gutiérrez, de prescindir del Audi asignado a los desplazamientos oficiales, medida que supondrá un ahorro de doce mil euros al año para el erario público. Desde las filas socialistas, enredados en unas peligrosas maneras de mal perdedor, se tacha el gesto de demagógico pero a mí, personalmente, me encanta esta clase de demagogia.
Se podrá decir que la medida no resuelve la dramática situación de las arcas municipales. Quizás, pero no deja de resultar poco edificante que el Alcalde, que a fin de cuentas dirige la empresa más morosa de la ciudad, se pasee en un coche de alta gama mientras las facturas de los proveedores duermen el sueño de los justos. En política los gestos tienen relevancia, sobre todo si ahorran dinero.
Hace unos días la prensa se hacía eco de que los diputados valencianos se gastaban una media de 650 euros al mes en teléfono móvil. La clase política, en general, cuando les recuerdan sus gastos y dispendios, suele despacharse con la socorrida frase de que es el chocolate del loro. Pero al loro también se le puede alimentar con alpiste, que es más barato que el chocolate



4 de agosto de 2011

La maldición del talento

El mismo día que la tragedia de Noruega sacudía nuestras conciencias y desgarraba nuestros corazones, y nos percatábamos con horror de lo vulnerables que somos, la magnética y portentosa voz de Amy Winehouse se extinguía para siempre. Ese mismo día la cantante británica entraba en la leyenda de las estrellas fugaces de la música que dejaban el mundo a los veintisiete años. Amy se unía así a Janis Joplin, Jimy Hendrix, Jim Morrison y Kurt Cobain, artistas revolucionarios en su momento y en los que coincidían un enorme talento y una trayectoria vital marcada por los excesos del alcohol y las drogas.

El talento es caprichoso. Los que no hemos sido tocados por su magia quisiéramos saber qué extrañas leyes del azar hacen que algunas personas lo reciban y que muchos otros, por mucho qué se empeñen o trabajen, no son ni siquiera rozados por esa varita. También uno se pregunta si los elegidos para la gloria son siempre capaces de gestionar de forma adecuada–que dirían los economistas- ese inmenso capital. Y cuánto hubieran podido dar al mundo si hubieran estado más tiempo entre nosotros y no hubieran seguido el lado salvaje de la vida, que diría Lou Reed.
En la película Amadeus, Antonio Salieri, magistralmente interpretado por ese actor soberbio que es Murray Abraham, se pregunta por qué las bendiciones de Dios han recaído en Mozart, un hombre infantil y sin modales que, sin embargo, es el mayor genio de la historia de la música, Amadeus, el amado por Dios. La película no responde a los hechos que efectivamente ocurrieron (Salieri no envenenó a Mozart aunque resulte poético imaginarlo), pero plantea ese tema eterno que es la mezcla de admiración y envidia que los mediocres siempre sentiremos por los genios, y la terrible certeza de que –por mucho que nos esforcemos- nunca llegaremos a su altura.
No sé si el talento lleva consigo alguna responsabilidad, pero sí que es una pesada carga. Quizá exigimos demasiado a las estrellas. No sólo que nos regalen su música, su arte o sus goles, sino también que sean ejemplares. Pero todos, genios y mediocres, queremos y necesitamos lo mismo. Amy Winehouse, en una de sus canciones más famosas –Rehab- lo dejaba bastante claro: ‘no quiero volver a beber, lo que necesito es un amigo’.