14 de enero de 2008

Es la economía, estúpido

Esta famosa frase, aunque muchos se preguntan si fue pronunciada en realidad o se trata simplemente de una leyenda urbana, se atribuye a Bill Clinton y su destinatario era Bush (padre). Refresquemos nuestra gastada memoria. En 1.992 en las elecciones presidenciales de Estados Unidos litigaban el primero de los Clinton con el primero de los Bush (los USA no son una monarquía, pero ya tienen familias reales) y parecía claro que George Bush, flamante vencedor en la primera Guerra del Golfo, lo tendría relativamente fácil para revalidar la confianza de los electores. Sin embargo, la economía no iba bien y los americanos optaron por Clinton. A la postre el período Clinton sería brillante desde el punto de vista económico, aunque también sería recordado por otros asuntos que podemos calificar de índole más privada, lo que confirma que la memoria no deja de ser un instrumento relativamente caprichoso.

La frase “es la economía estúpido” reflejaba que los americanos, más allá de victorias militares y desfiles patrióticos, centraban su preocupación en los aspectos más domésticos y cercanos. Es decir, en la hipoteca de la casa, en la gasolina del coche y en el empleo de los hijos. La cuestión no era nueva, y ya Winston Churchill, el gran estadista que levantó los corazones británicos al grito de “sangre, sudor y lágrimas”, fue derrotado en las primeras elecciones que se celebraron tras la Guerra. Estos acontecimientos, que proceden del mundo anglosajón y deben observarse con razonable distanciamiento, me hacen preguntarme si los españoles, que no dejamos de sorprendernos a nosotros mismos, a la hora de votar nos fijamos en nuestros bolsillos o decidimos por otras razones.

Analicemos la situación de partida en estos días en que los partidos afilan sus espadas para el combate electoral de marzo. Por un lado nos encontramos con dos partidos que, a la luz de lo que dicen las encuestas (que a veces estarían mejor calladas) aparecen muy igualados en estos primeros compases del partido. Y, por otro, la bonanza económica, en la que cabalgamos desde hace años, presenta algunos nubarrones en lo que hasta hace poco se dibujaba como un plácido horizonte. No voy a hacer un sesudo análisis económico, para el que no tengo ni tiempo ni espacio ni, me temo, los conocimientos pertinentes. Pero está fuera de toda duda que un ciclo económico, marcado por el desenfrenado auge del ladrillo y la sorprendente fortaleza del consumo, toca a su fin y se aproximan tiempos, sino de recesión y crisis, sí por lo menos de una gran incertidumbre.

Y la pregunta del millón es si el estado de la economía puede, sino decidir, sí influir poderosamente en el resultado electoral. A primera vista, e intentando un análisis lo más equilibrado posible, nos encontramos con dos contendientes, Zapatero y Rajoy, de aptitudes y características muy distintas. Nadie duda que el Presidente sea un político hábil, porque –por ejemplo- no resulta sencillo derrotar en un Congreso al mismísimo José Bono. También hay que reconocer en Zapatero –y creo que es su mayor virtud- a un gran comunicador, que ha abierto una nueva etapa en esa ciencia inexacta llamada marketing político. Pero existen dudas sobre su capacidad como gestor en tiempos de crisis, cuando ya no se puede decir aquello de “los datos son más optimistas que yo”.

Por el contrario Mariano Rajoy presenta un perfil muy distinto. Nadie le puede negar sus cualidades de gestor relativamente eficiente pero le percibo como un político “ligeramente limitado”, empeñado en atrincherar al PP frente al mundo y que no ha sido capaz, siquiera, de prescindir de esa pareja tan singular que forman Acebes y Zaplana, la versión posmoderna de Abbot y Costello. Y queda claro que el candidato es un mal comunicador, con serios problemas para hacer llegar su mensaje incluso a su propio electorado natural.

No resulta fácil pronosticar quién puede manejar mejor un escenario de (por decir algo suave) ligera recesión económica, pero no creo que la respuesta tenga ninguna importancia porque, a la hora de votar, los españoles miramos a cualquier sitio menos a la economía. En 1.996 el pueblo español decidió que Felipe González tenía que irse a casa por la corrupción y en el 2.004 le dio la espalda al Partido Popular porque Aznar nos había metido en la Guerra de Irak. A la hora de votar poco importa el precio de la leche, la subida del IBI o quien vaya tercera en la lista del PP por León. Porque en la urna optamos por el candidato a Presidente que nos transmite buenas vibraciones o que nos cae mejor. Y es que los españoles, esta es nuestra grandeza aunque pueda parecer un problema, en el fondo, lo que somos es unos sentimentales.