31 de octubre de 2007

Más dura será la caída

“Más dura será la caída” es el título de una película dirigida en el año 1.956 por Mark Robson y que supuso la última interpretación del gran Humphrey Bogart (nuestro inolvidable Rick de Casablanca), quien al año siguiente nos abandonó para convertirse en un mito para varias generaciones. La película cuenta la historia de un veterano periodista que es contratado como agente de prensa (el antepasado de los modernos directores de comunicación) para que consiga hacer de un gigantesco y torpe boxeador un gran campeón del cuadrilátero.

La cinta nos habla de oficio del periodista y de la responsabilidad que va implícita en su trabajo, pero también nos advierte y enseña que, cuanto más rápido y fulgurante es el camino hacia la cima, más dura –y cruel- será la caída. Nos introduce en el ambiente del boxeo que tan bien ha sabido captar el cine americano (desde la obra maestra que fue “Cuerpo y Alma” hasta la reciente y emotiva “Cinderella Man”). Pero el espíritu –o el mensaje- de la cinta pueden trasladarse sin dificultad a cualquier deporte, o a otros escenarios de la vida donde asistimos cada día a vertiginosas ascensiones y a insospechados descensos, como puede ser el mundo de las finanzas (¿dónde está Javier de la Rosa?) o el ámbito político (¿qué fue de Rosa Conde?).

Vienen estas reflexiones al hilo de la muerte, la pasada semana, de Lourdes Arroyo, la mujer de Mario Conde, el brillante y hábil financiero que protagonizó una irresistible ascensión al olimpo de las finanzas y que se convirtió –para bien y para mal- en el símbolo de una época. Una mujer discreta y valiente que ha muerto a los 52 años (la Muerte es una dama traidora pero hay veces que llega tan pronto que hace que nos preguntemos el porqué de todo). Una mujer que, como relataba este diario el pasado domingo, nunca fue amante de los flashes que la perseguían al calor de la fulgurante ascensión de su marido pero tampoco los rehuyó cuando llegó la caída.

He de reconocer, aunque sea políticamente incorrecto, que tengo cierta simpatía por Conde. Lógicamente este artículo no va dirigido a analizar sus difíciles relaciones con los juzgados o sus estrategias financieras. Pero una cosa está clara: ni era tan grandioso cuando estaba en la cima y todos le adulaban ni tan perverso cuando, abandonado por casi todos, acabó en una celda de Alcalá-Meco. Siempre me cautivó el dominio de la escena que tenía Conde, su magnetismo personal y esa capacidad de adaptarse a las distintas situaciones manteniendo la dignidad y la presencia de ánimo. Y, con seguridad, en esa entereza ha tenido mucho que ver su mujer, Lourdes Arroyo.
Los españoles tenemos en la envidia uno de nuestras señas de identidad. Curiosamente es el único pecado en el que su autor – el envidioso- no obtiene placer ni satisfacción alguna (por lo menos el perezoso descansa), sino que sufre cuando ve que otros a su alrededor logran el éxito. Pensamos para nuestros adentros que “mira dónde ha llegado este y no vale para nada” y esperamos que cualquier falta, el mínimo error, o la rueda de la caprichosa fortuna, lo precipite al abismo de la derrota para pontificar en voz alta “ya lo decía yo”. Hay una expresión terrible en España, aquella de “hacer leña del árbol caído”, que refleja bastante bien este comportamiento tan típico y peculiar como la tortilla de patatas.

En ocasiones, sin embargo, los españoles sentimos algo de mala conciencia y revisando nuestra historia, reconocemos la valía y el compromiso de aquellos que han dedicado su tiempo y su energía a hacer que nuestra convivencia sea mejor. Es el caso de Adolfo Suárez, de quien ahora se recuerda su trayectoria y sus logros cuando él se ha olvidado de quién es. O de Felipe González, en el que Luis María Anson reconocía hace días al mejor estadista que ha tenido la democracia cuando hace años que se dedica –entre otras cosas- a diseñar piedras (Felipe, no Anson que es como Peñafiel y vive en la Televisión saltando de programa en programa).

Me gustaría extraer dos conclusiones, bastante obvias y nada originales. La primera, que no hay pérdida comparable a la de un ser querido. Ni cuando el poder nos abandona, ni cuando la fortuna nos es esquiva, y seguramente Mario Conde sufre esta certeza en estos momentos. Y la segunda que deberíamos ser conscientes de que nadie está en la cumbre para siempre. En la Antigua Roma, cuando un general entraba victorioso en la ciudad, entre el alborozo de la muchedumbre la voz de un esclavo le decía al oído al triunfador: “Recuerda que eres mortal”. Porque siempre llega el día, como decía Leopoldo Calvo Sotelo, en que ningún periodista te llama por teléfono. Y no es porque te hayas quedado sin cobertura.

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