28 de noviembre de 2008

Primero rescate a mi hija

El accidente del vuelo JK-5022 de Spanair, que el 22 de agosto segó la vida de 153 personas, ha conmocionado a todo el país y ha llevado el dolor a las familias y amigos que lloran sin consuelo la pérdida de sus seres queridos. Detrás de cada víctima hay un drama personal, y esas historias han llenado las páginas de los diarios y los rincones de la Red en estos días. Y conmueve la historia de la salmantina Amalia Filloy, que entregó su vida para salvar la de su hija María. Al recordar los hechos que narraba el bombero Francisco Martínez se hace difícil retener las lágrimas.

Cuando Francisco Martínez entró en el avión siniestrado encontró entre los restos del aparato a Amalia y a su hija María, de 11 años. Al verle la mujer cogió a la niña y se la entregó pidiéndole que rescatara primero a su hija, según contaba Martínez. Este bombero rescataba también a dos niños (Jesús Alfredo y Roberto) que, junto con María, son los únicos menores que se salvaron del desastre.
Porque un hecho terrible que nos ha arañado a todos las entrañas es que el accidente de Barajas se ha llevado a familias enteras y –sobre todo- que 22 niños y bebés se cuentan entre las víctimas. Demoledora es la historia de la familia Núñez Rojo, de Calzada del Coto, que perdía a cuatro de sus miembros en la fatídica pista 36 del Aeropuerto de Barajas, entre ellos el pequeño Pedro Javier, de 3 meses de edad. Su minúsculo cadáver fue el último en ser rescatado por los bomberos entre los escombros, 24 horas después de la tragedia.

Todavía es pronto para conocer las verdaderas causas de la catástrofe y conviene recordar que el avión es el medio de transporte con menor índice de siniestralidad. Sin embargo cuando sucede un accidente las consecuencias son dramáticas. Nos hemos acostumbrado a convivir (sirva la expresión) con las muertes de la carretera (2.741 personas el año 2.007), con las víctimas de la violencia doméstica o de los accidentes laborales. Pero una catástrofe aérea, por su magnitud y su crudeza, siempre nos deja anonadados, llenos de impotencia y angustia. Por esto sorprende y escandaliza que la Federación de Fútbol insistiera en jugar la pachanga contra Dinamarca ese trágico miércoles o que el Comité Olímpico se negara a que la bandera española ondeara a media asta.

Dentro de unos días los nombres y las historias de las víctimas se caerán de los titulares y pasarán a ser sólo un número en una fría estadística. Sólo los recordarán sus allegados, que tendrán que aprender a vivir con el inmenso vacío que deja su ausencia. Pero quisiera que nunca olvidáramos a Amalia Filloy, que iluminó ese miércoles negro cuando le rogó al bombero: “Primero rescate a mi hija”.

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