15 de junio de 2009

¿Hay alguien ahí?

El pasado sábado, en este mismo espacio, invitaba al entonces Ministro Bermejo a reflexionar sobre la situación. A los dos días, Bermejo anunciaba su dimisión en un gesto que nos dejaba a todos un tanto sorprendidos. Como es natural, mi primer pensamiento fue para percatarme de la decisiva incidencia que mis escritos tienen en el devenir político, de mi impresionante capacidad mediática y del liderazgo moral que desde estas páginas ejerzo con rectitud y templanza.

Pero esa estúpida creencia me duró, como también es natural, apenas dos segundos. En realidad Bermejo dimite porque el Presidente se lo exige o porque, en un rasgo de lucidez, se da cuenta que no es la persona idónea. Pero ningún político dimite, ni tan siquiera cambia de actitud, por lo que pudieran proclamar al unísono un millón de columnistas. Esa leyenda urbana del poder de influencia de la opinión publicada no deja de ser una patraña.
Eduardo Aguirre, en ese magnífico libro que es “Columnas sin pedestal –una imprescindible hoja de ruta para quien se inicia o se adentra en este oficio- describe con fino humor el pánico que se apodera del columnista cuando, en medio de la noche, se despierta dudando si ha escrito Schopenhauer con dos haches o sólo con una. Y los terrores le invaden cuando ya nada tiene remedio porque la columna navega como el Titanic hacia el lector inmisercorde.
Probablemente al lector le importa muy poco si hemos escrito bien Schopenhauer pero el columnista establece un diálogo privado con un lector invisible al que no quiere defraudar. Porque no solo escribimos para nosotros mismos, por vanidad o porque nos intentamos demostrar a nosotros mismos que somos más brillantes y ocurrentes cada día, ni mucho menos para influir en los acontecimientos. Escribimos porque nos gustaría despertar en el lector (al que presentimos como implacable) una pequeña reflexión, un breve comentario, una coincidencia con nuestra postura o una crítica mordaz y despiadada. Poco importa si nuestra opinión es la correcta porque la mayor satisfacción del escribidor es encontrarse con alguien y que le diga que le sigue todas las semanas.
Me asaltan dos preguntas. La primera es si he escrito bien Schopenhauer. La segunda si hay alguien ahí, al otro lado de la columna.

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